Desconsuelo.
Horror.
Sangre.
Cientos
de almas errantes vagando sin rumbo. Sin saber adónde ir ni qué hacer. Han
perdido la mano que les guiaba, la que les indicaba el camino que debían
seguir, de la que esperaban su protección. Sin embargo, una vez que les ha
fallado, que las esperanzas se han marchitado junto a las bombas caídas, ¿qué
les queda?
Nada.
Absolutamente
nada.
El mundo estalla en caos, convirtiéndose en polvo y cenizas. Cuando los
espíritus que sobreviven se deslizan por las calles, mugrientos y manando
sangre, caminando despacio por el enorme peso de sus corazones desgarrados. En
algún lugar en esa destrucción, entre los edificios caídos como piezas de
dominó, derrotados y en ruinas, una niña agarra la mano de su madre y alza sus
ojos marrones llenos de inocencia hacia arriba:
-Mira,
mamá. El cielo está en llamas.
Y
la muerte, sedienta de vidas, fluye
sigilosa por un infierno terrestre que la llama a gritos para que cumpla con su
trabajo.